Desnudarse, no era nada nuevo.

Nos habíamos desnudado tanto a lo largo del tiempo, que se había vuelto trámite. No era nada nuevo, ni siquiera entre nosotros.

Las ropas yacían por doquier; un calcetín aquí entre las sábanas, el sosten sobre la lampara, los pantalones en el pasillo y allá en la entrada, todo lo otro. Afuera de casa, los cinturones y otros accesorios que nos veníamos soltando desde mucho antes de llegar. Desnudarse, no era nada nuevo.

Nuevo fue el beso suave tras la oreja, cuya sutileza hizo levantarse a todos los pelos del cuerpo, la lengua que serpenteó suavemente en recorrido zigzagueante en dirección al cuello e hizo un alto sobre la clavícula para transformarse en incitante mordida; la primera de todas ellas.

Las manos recorrían su cuerpo nuevo, manos que rejuvenecían con la efímera caricia sobre sus pechos, con el tacto suave de su piel de seda que se arqueaba tras el lento y pausado paso del dedo índice que va en dirección de aquél lugar prohibido y permitido. Su cuerpo respondía en rítmicas olas de placer nuevo, un placer que se abre paso como compuertas de represa; navegable e ingobernable.

Su beso también fue nuevo, la tersura de sus labios cerrandose primero en la comisura de los míos. Sus ojos cerrados como suplicando al dedo índice que pare o que siga, su fugaz gemido junto a mi oído, el calor de su aliento en mi cuello, sus uñas en mi espalda subrrayando cada afirmación de su cuerpo... sus dientes clavados en mi cuello en plan de atrapar al orgasmo en fuga, su mano que retiró mi dedo y lo llevó a su boca... y luego a la mía.

Ésto, ¿es nuevo para ti también?


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