Pecera
Zapatos
lustrados, camisa planchada y curriculum bajo el brazo. Así partían mis lunes
desde hace ya tres meses.
El
bocinazo, la entrevista, el apretón en el metro, la gente grosera, el calor, la
caminata, mas entrevistas y para finalizar un “lo llamaremos”. Mi semana tenía
siempre el mismo rito; hasta que un día, sin querer me senté en una de las
bancas de Apoquindo y la vi, la mas grande de las peceras que haya visto jamás.
Prendí
un cigarrillo y los vi subir y bajar, algunos negros en espacios reducidos y
multitud de otros coloridos seres en vaivenes casi programados, ora estáticos,
ora moviéndose desde arriba hacia abajo. Los días viernes, los de color verde
siempre desaparecían antes y algunos de los de color azul ocupaban su lugar.
Después
de una larga jornada de “usted está sobre capacitado” o de “encontramos a otra
persona cuyas pretensiones de sueldo se acercan mas a nuestra realidad como
empresa”, decidía comprar un café y volar, sumido en lo mas profundo de la
contemplación del flujo del color; a veces, algunos me miraban desde adentro
como si ya me reconocieran después de todo este tiempo de observación.
Un día,
me senté antes del atardecer en mi banca y los observé hasta que se fueron, una
de ellos salió y caminó hasta mi banca. Te he visto todos los días de este mes sentado
acá, ¿qué haces, nos intriga en la oficina? – enunció. Le conté lo relajante
que era verlos ir y venir a través de las paredes de cristal y se rió.
Quedamos
de juntarnos la mañana siguiente y le mostré mi hallazgo, bebió un café conmigo,
llegó atrasada a la pega. Lo convertimos en rito y ahora todas las mañanas antes de comenzar el día, nos
sentamos frente a la pecera a ver los cardúmenes de gente trabajar.
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