Érase una vez una tordo

Llegó a mi vida un día domingo; herida, yacía tendida sobre la cama en el momento en que llegué. La saludé con todo el respeto que una persona le puede profesar a un pequeño animalito herido y sin habérmelo propuesto, me dediqué a cuidarla. Recuerdo con particular ternura ese caluroso día de octubre; lo recuerdo porque mientras ella tiritaba, yo me despojaba de parte de mi ropa y la idea hasta el día de hoy, me parece un poco onírica.

Y ella tendría que volar, ¿Que mas podía esperar? ¿Quién en su sano juicio hubiese tratado de domesticar a esa hermosa ave tornasolada? Sólo yo... 

Debo decir a mi favor, que la ventana siempre estuvo abierta, en espera del día en que ella abriera sus alas y emprendiera el vuelo; simplemente, no pensé que sería tan luego. Yo quería que sanara, yo quería que volara... pero a mi al rededor; lejos también, nunca tuve un afán mezquino. Que se posara en mi hombro y escuchar su gorjeo hasta el final de mis días, y olvidé completamente que era un ave.

Cantamos, bailamos y fuimos felices mientras ella aún quería volar haciéndome círculos. A veces; incluso, bebíamos de la misma copa. Eramos el otro y éramos nosotros, pero nunca fuimos uno, no queríamos ser uno ¿Habríamos sido uno alguna vez?

No se si al final de todo se alimentaba en otro lado o se hartó de la misma comida, estaba lista para volar y solo siguió su naturaleza alada, brillante. Sus círculos se hicieron mas amplios, hasta el día en que ya no pude verla mas, su plumaje se confundía entre las oscuras nubes de la noche.

Varias aves han entrado desde su partida, pero ninguna brilla como ella.

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