El último día de la inquisición en Cadiz

 El último día de la inquisición en Cadiz

 

 

El único grito que se oyó desde la pira y a través del ruido del fuego, fue un "¡nos volveremos a ver!"; el resto del bullicio, emanaba de los curiosos y de los inquisidores, quienes veían arder en estoico silencio a doña Lucía de Nidos, esposa del sabio don Tomás Quiroga de la Huerta.

 

Él, observaba el fuego con las manos apretadas de rabia y los ojos encendidos en cólera, con las barbas empapadas en amargo llanto, y con palabras de venganza en los labios, que era mejor, aún no pronunciar.

 

Quedose en la ejecución hasta el final. Poco antes de despuntar el alba y posterior al momento en que se fue el último curioso; cuando las brazas y ascuas se habían apagado y los inquisidores retirado, en la más absoluta soledad y con el corazón partido en dos; de entre los carbones y cenizas, retiró los huesos ennegrecidos de la que se proclamó su mujer, por casi venticinco años. Cargó el cajón en el carretón, y antes de partir; diole un beso en la frente y pronunciole la misma frase que por entre el fuego escapase: te lo prometo mujer, nos volveremos a ver.

 

Enfiló al cementerio que se encontraba tras la misma catedral en donde Lucía fue enjuiciada, más no se dirigió al mausoleo familiar de los Huerta; sino, más bien cerca de la puerta lateral de entrada, donde al sepulturero había hecho cavar. Antes de bajarla; pusole en el dedo el anillo matrimonial; en los huesos incienso, mirra y cal; y colgole al cuello el relicario, que Lucía a diario solía llevar. 

 

El resto del doloroso funeral, prosiguió en silencio abismante, interrumpido solamente por el sonar del tierral.

 

* * *

 

Los meses, avanzando; y otro nuevo juicio acabando, al interior de la catedral. 

 

Inquisidores y morbosos, unidos en sucio gozo, culpando a las inocentes de inexistente mal. Ya al final de la sesión, después de declarar bruja a otra mujer del poblado, mientras levantábase el puñado de "seguidores del señor"; entró por la puerta, don Tomás Quiroga de la Huerta, profiriendo gritos contra el montón. 

 

Parado frente a las hojas del arco ojival, uno a uno los maldijo, pero antes de terminar (y sin someterse a juicio) les dijo —¿pues buscais brujos? ¡a mi me habeis de encontrar!—, y los cirios de la entrada explotaron en llamaradas, y la puerta principal empezabase a incendiar. Un temblor sacudió el piso que hizo que el Cristo mismo, que estaba colgado en la cruz, contra el suelo fuese a dar. 


Las pinturas del calvario emiten gritos ahogados, sus colores derramabanse en sangre por las paredes. Los santos lloran rojo de importencia al ver quebrarse: los vitrales, los frisos, y los bellos bajorelieves.

 

Un guardia refugiose en el faldón de una beata. Otro escoltó a los que huían como ratas. El tercero, en el suelo desmayado en la inconciencia; y los otros del pavor estaban tiesos como estatuas. Aquí fue que don Tomás, pronunció una frase incierta, que con grave voz retuvo a los que huían por la puerta:

 

Pulchra anima,

quid in caelum expectas

¡exire de sepulchrum 

nunc, 

ad terram!

 

Y abriose el sacro suelo siendo horadado de adentro, desde donde una osamenta lento fue apareciendo, fuera de la tumba arrastrose un muerto que irguiose entre umbras y desconciertos.

 

Ante la mirada atónita de guardias e inquisidores, alzose el cadaver de doña Lucía de Nidos. Con relicario y anillo; cubierta en tierra y en mirra. Visión de horrores salida de la peor pesadilla.

 

 

* * *

 

 

La catedral ardiendo, y el humo ennegreciendo doseles, pilares y capiteles. 

 

Lo único que aún no ardía era la mampostería; mientras las vigas de roble, reciben el juego de las lenguas de fuego, que encontrabanse a trechos de incendiar el techo. El agua bendita sulfuraba a cada paso que don Tomás andaba, mientras los guardias llorando el Ave María rezaban. Los inquisidores; en la puerta detienen su huída, al ver al cadaver viviente, entrando por la salida. 

 

Don Tomás selló la puerta con poderes infrahumanos, pues arrastró un confesionario sin movimiento emitir; que estrellose con la puerta, asegurándose este de que ningún parroquiano, lograse poder salir.

 

Los que quedan que no han sido devorados por el fuego, se refugian del flamear ocultos bajo el altar. Más un guardia se aventura trabando lucha insegura, ora contra el cadaver y ora con don Tomás. Pero el humo no le deja acometerles con certeza, blande en vano su garrote, se tropieza y da pié atrás. Sin embargo don Tomás, afianzado en la certeza del poder de sus palabras nunca falla cuando habla, y por esto en grave voz, como hoz negra de diamante, a los guardias muertos alza con su poder nigromante.

 

Mortuus, —comanda.

avante.

¡Ad pugnam!

 

¡Que dolor, terror, y horror de inquisidores!, ¡al verse ellos vejados, siendo siempre vejadores!

 

 

* * *

 

 

Un inquisidor calcinado, cuya ropa prendio en fuego, fue el primero en levantarse en contra de los suyos. Emitiendo un alarido de ultratumba, se avalanzó contra el grupo separándolos entre la cortina de humo. Saltó sobre el guardia del garrote con violencia, botándolo al suelo, en donde procedió a arañarle y morderle el cuello hasta desgarrarlo. El guardia sorprendido; entre gritos y gargaras sanguinolentas, intenta contener la sangre que borbotea desde la arteria abierta, mientras golpea infructuosamente con el garrote al inquisidor con cada vez menos vida y menos fuerza.

 

Otro inquisidor intenta ayudar al guardia entre la humareda, dándole al no-muerto con un candelabro de oro. Le parte una pierna, lo cual le hace caer al suelo listo para recibir un golpe de gracia que no alcanza a darle, por recibir un garrotazo del guardia no-muerto, quien se acaba de incorporar a las filas del nigromante. El humo cubre los horrores que se suceden, mientras lo no-muertos aumentan. El inquisidor muerto se arrastra y trepa sobre el altar principal, mientras el par que queda y que intentan huir, tratan de subir, por donde antes estuvo el vitral.

 

Claman por el perdón de sus vidas, entre el crepitar de las carnes y el sangrar de las heridas. Los gritos apenas distinguibles sobre el sonido del fuego que hace inaudible los ruegos que hace un inquisidor aún vivo. La catedral ardiendo desde las bancas al techo, siendoles final lecho a don Tomás y dona Lucía, quienes bailan una hermosa danza macabra, en la nave central de la catedral.

 

Estabas en lo correcto, mujer. Nos hemos vuelto a ver —dice una voz que enmudece, ante el derrumbe de la techumbre—.

 

 

  

 

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